Historias de mujeres guerreras y valientes»
Alfonso Rosales
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Recién llegué a Somalia alguien me aconsejó que evitara las miradas a los ojos de las mujeres. Aunque no recuerdo quien me lo dijo, mantenía presente el consejo. Pronto me dí cuenta que en la cultura musulmana ─igual que en otras como la del sur de España─ los ojos de sus mujeres adquieren una fuente de expresión, que incluso supera la expresión oral.
Los ojos de las mujeres aprenden a decir muchas cosas. Caras delgadas, anguladas, ojos negros y profundos, manos largas y elegantes con tatuajes arabescos, piel suave y negra; fuerte como el roble, así recuerdo a la mujer somalí.
De largo caminar y poco comer, nómadas de hambruna, temerosas de las noches heladas del desierto, que traían la muerte de sus recién nacidos. En los campos de desplazadas de la Somalia en guerra, la hipotermia del amanecer no perdonaba al infante de piel y huesos. Las mujeres y sus niños son los daños colaterales de cualquier guerra.
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Las olvidadas en Indonesia
Que mierda que es esta vida, que mierda…. con ese grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Pero más que un grito, semejaba un aullido profundo y agudo, eterno… que anunciaba un último respiro. Era la “mama”, como la llamaba su marido, y se encontraba tirada en una cama de un centro de salud en Papua, Indonesia.
Eran las 9 de la noche y hacia una hora que había parido a su tercer hijo. Ella tenía 32 años y además del recién nacido tenía dos niñas de 2 y 4 años; pero quería ansiosamente darle un varón a su marido. Hasta ese día su vida había sido simple, siguiendo la tradición milenaria de su pueblo, sin mayores bienes materiales, pero con lo suficiente para alimentar y mantener sanas a sus hijas. Pensaba que la vida había sido buena con ella.
Pero ese día todo cambió. Eran las nueve de la noche y el grito agudo, más bien el aullido, despertó a la matrona que se levantó angustiada y corrió hacia donde estaba la recién parida. La encontró en un charco de sangre, todavía con el suero en vena.
En esos momentos, el médico que no había asistido el parto ni monitoreado el trabajo de parto, a pesar de tratarse de una inducción con oxitocina, también corrió pero era tarde. La voz de los sin voz, decía Romero. Porque, así como la guerra y la pobreza laceran la piel de las mujeres y sus niños, así los sistemas de salud se olvidan muchas veces de ellas.
Las parteras hondureñas
La experiencia con las viejas parteras, decrepitas, sabias, mujeres con pieles curtidas, morenas y hermosas, con historias de tristeza y alegría, de esas montañas hondureñas. Esas montañas de picos elevados, que te dejan sin aliento especialmente temprano en la mañana, cuando al despertarse todavía se cobijan con un manto de roció que al mezclarse con el sol te llena ojos y pulmón con sensaciones de renacimiento.
Estoy seguro, que cada uno de nuestros partos se acompañó de esa sensación tan particular, la primera entrada de aire, la primera entrada de luz en nuestras retinas, una sensación solo replicada por una montaña bañada de roció con sus primeras luces de sol de la mañana. Pero también esas montañas de picos elevados y ausentes de aliento, donde no hay carreteras sino veredas; son lugares donde la falta de acceso a la atención del parto trae muerte a muchas mujeres jóvenes y no tan jóvenes.
Las mujeres migrantes
He crecido y vivido, rodeado de mujeres fuertes y valientes. Mujeres, guerreras, de lucha consecuente y constante. Mujeres y migrantes, que por diversas circunstancias han dejado la comodidad o la incomodidad de sus países, para adentrase en terrenos desconocidos y hostiles. Desde España a Haití; desde El Salvador a California, Nueva York, o Vancouver.
Mujeres migrantes, inmersas en sociedades machistas, muchas veces misóginas, se levantan como líderes activistas, defendiendo derechos de los inmigrantes, protegiendo su salud mental, y luchando desde puestos claves ─a pesar de algunos gobiernos─ para mejorar la salud pública de nuestro continente.
"Ha sido un privilegio ─desde los desiertos de Somalia, las montañas hondureñas, California, Washington y Brasil─ poder compartir, días sí y días no, sus historias con mujeres guerreras y valientes. Se les recuerda en su día. Pero mas recuerdo en este día, a la mujer que al irse se llevó mi historia".
Alfonso Rosales, médico epidemiólogo
Algún día te llevaré allí, me dijo mi madre. Tenía 10 años y lo recuerdo como ayer. Estábamos en la terraza de nuestra casa disfrutando de una tarde soleada, con ese sol de las cuatro y media que te abraza y acaricia la piel, y desde su sombra brinda esos tonos de colores, azules, amarillos y verdes suaves. Que tardes más hermosas las de mi ciudad.
Desde esa terraza mi madre y yo veíamos la ciudad de San Salvador; y a nuestros pies nuestra colonia Dolores y su loma. Dolores, ese nombre como el color verde, vuelven siempre y me cobijan y acompañan. Y esa loma verde y amarilla, con ese sol de nuestra deliciosa tarde, a esa loma quería ir. A mis 10 años, la loma parecía terreno lejano, peligroso, lleno de aventuras. Me intrigaba, me llamaba. A ti mujer, madre, esposa, ciudadana, trabajadora, refugiada y desplazada, activista y revolucionaria, ¡gracias!
*El autor es médico epidemiólogo, salvadoreño radicado en Estados Unidos
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