Distopía

De la bala al último aliento de Alvarito Conrado»

Ismael López

@lopezismael

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En el siguiente texto, el periodista nicaragüense Ismael López reconstruye paso a paso las últimas horas de niño Álvaro Conrado, desde que fue herido por la Policía hasta sus últimos minutos en el quirófano

El 20 de abril de 2018 un microbús Susuki APV blanco del 2008 se estacionó de norte a sur en dirección a la Rotonda de Metrocentro en la vía que queda entre la catedral de Managua y la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Era la mera “insurrección de abril” y un grupo de estudiantes encapuchados y sudados por las horas de enfrentamientos con la Policía, se disponía infructuosamente a derribar el primer “chayopalo” pegándole fuego al tronco de metal.

–Hey así no va a caer nunca, tomen esta sierra– les dijo a los estudiantes el chofer de aquel microbús, un hombre de 63 años, barba negra espesa y verbo antigobierno encendido.

Los estudiantes se dispusieron a trozar con la sierra el tronco de la inmensa estructura, símbolo del poder de la vicepresidenta y esposa de Daniel Ortega, Rosario Murillo, y el hombre se quedó desde su vehículo esperando que cayera el “chayopalo”.

Pero no pudo ver su caída en directo. Gritos desgarradores provenientes del predio vacío frente a la UNI lo interrumpieron.

–¡Un herido! ¡Un chatel herido! ¡Un vehículo para llevarlo al hospital!–gritaban.

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El hombre dio vuelta al microbús y se puso en dirección sur a norte, retrocedió para ponerse justo a donde iban a salir con el herido y abrió la parte de atrás del vehículo.

–¡Me duele respirar! ¡Me duele respirar!– gritaba el jovencito herido.

Solo tenía 15 años, pero en ese momento nadie sabía su nombre ni su edad. Tampoco sabían que iba a convertirse en símbolo de las protestas contra el gobierno ni que se escribirían tantos poemas y canciones en su honor.

El joven herido vestía un jean, una camiseta blanca y encima un suéter rojo, según puede verse en un video de 3 minutos y 12 segundos que circula de aquel momento.

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El adolescente está tirado en el piso de tierra de una caseta que los estudiantes usaban para protegerse de las balas que llegaban desde lo más alto del Estadio Nacional de Béisbol. Dos jóvenes, uno de ellos cumplía 19 años ese día, le toman el pulso, lo revisan. Les llama la atención una herida en el cuello.

–Hay que trasladarlo al hospital urgente– dictaminaron.

Cinco estudiantes lo cargaron. A medio camino les llevaron una tabla de madera que usaron como camilla y salieron a la carretera adonde estaba el microbús.

El chofer y dueño del vehículo es Juan Carlos Martínez, un férreo opositor a Ortega que fue contra en los ochenta y que ese día pasaba por la zona de Metrocentro y miró con muchas esperanzas cómo los universitarios empezaron a rebelarse al gobierno después de 11 años de silencio.

“Al microbus subieron tres: un estudiante de medicina, un paramédico y el joven herido, que iba encima de una tabla”, recuerda Martínez, hoy en el exilio en Carolina del Sur, Estados Unidos.

“Cuando yo estaba a punto de arrancar con el herido, me puse a pensar cuál era el hospital más cercano a la catedral. ¿Y cuál más iba a ser más? El Cruz Azul”, rememora Martínez, quien después se dio a la tarea de integrarse al Movimiento 19 de Abril.

Hospital niega atención

Martínez calcula que dos minutos y medio tardó en llevar al herido al hospital. “Cuando yo lo llevo la puerta está cerrada y nos niegan la atención”, recuerda.

Martínez tuvo tiempo de grabar un video de 33 segundos donde le dice al guarda de seguridad, quien le escucha por la apertura de la puerta de vidrio del Cruz Azul, “broher hay un enfermo ahí, hay un enfermo”.

El guarda de seguridad habla con alguien desde un radio móvil, según puede verse en el video, y no les abre la puerta del hospital propiedad del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS). “Hey, hey, ayúdennos”, dice en el video Martínez.

–¡Oe! Si no, vámonos al Hospital Militar –dice uno de los jóvenes paramédicos.

–En el Militar no lo atienden, dicen que en el Alemán –responde Martínez.

–¡Ahí vámuno (sic) pues! ¿Qué estamos viendo a este paja?– dice el paramédico en el video, refiriéndose al guarda de seguridad que se negó a abrirles la puerta.

Cuando estaban abordando el microbús, un vendedor de insumos médicos –quien pasaba por el lugar y más tarde viviría su propia tragedia cuando un familiar pereció bajo las balas de otro parapolicía– les sugirió que fueran al Hospital Bautista. Y se fue detrás de ellos.

Una llamada desesperante

–Si cierro los ojos me voy a morir, ¿verdad?– dijo el adolescente cuando estaba en una camilla de la sala de emergencias del Hospital Bautista.

–No hijo aguantá, no te vas a morir, te vas a poner bien, no digás eso–le contestó el vendedor mientras con ternura sobaba su cabeza.

“Nunca voy a olvidar su peso, cuando lo cargué para bajarlo del microbús, lo sentí como una plumita”, dijo aquel vendedor en México, país en el que se exilió por miedo a represalias porque él es testigo clave del caso. El temor aún lo tiene y pide que mantengamos en reserva su nombre por miedo a que puedan hacerle algo a miembros de su familia que aún quedan en Nicaragua.

“Alvarito no sangraba, se miraba bien, nadie pensaba que se iba a morir”, narra con los ojos vidriosos.

“Yo le saqué el celular de la bolsa del pantalón, pero tenía clave de acceso, se la pedí y me la dio, busqué en la agenda y había un contacto que decía papá, tenía saldo y marqué”, narra.

–Aló hijo ¿qué pasó?

–¿Usted es el papá del dueño de este celular?– preguntó el vendedor.

–Sí, sí ¿qué pasó? –contestó el papá angustiado como temiendo lo peor.

–Su hijo está herido.

–No juegue con eso, mi hijo está en la casa.

–No señor su hijo está herido, está en el Hospital Bautista –le soltó.

–¿Y adónde es la herida? –preguntó el papá.

–En el cuello señor.

–Ya llego.

Cara a cara con la tragedia

El 20 de abril de 2018 me integré a cubrir las protestas estudiantiles. Llegué a la Catedral de Managua y crucé por el costado oeste hacia la UNI. Quería ver cómo estaban los estudiantes y cuál era el ambiente de la toma de la universidad.

Por el costado norte del recinto estaban los enfrentamientos. Jóvenes, con cara de niños algunos, se enfrentaban con piedras y morteros artesanales a tropas especiales de la Policía y parapolicías, y más tarde descubriríamos que también con francotiradores apostados desde lo más alto del Estadio Nacional de Béisbol Denis Martínez, según la denuncia de organismos de derechos humanos.

Un francotirador de esos fue el que le disparó al niño Álvaro Conrado –Alvarito como pasaría a ser recordado–, según su padre del mismo nombre.

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Estando en la UNI fue que escuché de los primeros heridos de balas. Me crucé de nuevo a la catedral y llegué a un puesto médico a preguntar por los nombres de los heridos e indagar por la peligrosidad de las heridas.

–¡Un vehículo! ¡Un vehículo! ¡Hay que llevarlo al hospital, se le baja el pulso!– gritaba un estudiante de medicina, jefe del puesto médico.

Me fui detrás del vehículo que llevó al joven al Hospital Bautista. Llevaba una herida en el estómago. Media hora después supimos que estaba fuera de peligro, la bala no había tocado ningún órgano vital.

–El otro es el que está en peligro, se nos ha quedado dos veces en el quirófano– dijo el doctor Andrés Solís, director del Bautista, a un grupo de personas que estábamos en emergencia del hospital–.

–Estamos esperando a sus padres– remató el doctor sin saber que estábamos periodistas en el lugar.

Los padres llegaron.

–Mi hijo se llama Álvaro Conrado, tiene 15 años y estudia en el Loyola– dijo Lizeth Dávila, la madre del joven cuando llegó al hospital.

El corazón de Alvarito Conrado se detuvo dos veces antes de morir

El doctor Carlos Salinas estaba dando clases en una especialidad en cirugía en el Hospital Bautista cuando de emergencia llegaron a buscarlo.

–Tenemos una emergencia doctor, un joven con un disparo en el cuello –le dijo la enfermera, según médicos alumnos del doctor Salinas que estaban en el salón.

–¿Está sangrando por la herida? –preguntó el doctor.

–No doctor, no sangra.

La respuesta era estremecedora, pues cuando un médico se percata que una herida de bala no sangra la razón es que la hemorragia es interna y, por tanto, mortal.

Salinas se dirigió a donde estaba Alvarito Conrado herido, vio que era un adolescente más o menos de la edad de su hijo, miró la herida e inmediatamente dio una orden: “al quirófano, preparen todo”.

“Ahí comenzaron las horas más difíciles para nosotros”, dice uno de los médicos que participó en la operación dirigida por Salinas.

En el quirófano estaba un anestesiólogo, un cardiólogo, dos ayudantes y dos enfermeras, dirigidos todos por Salinas, un médico cirujano con fama de hombre recto, serio y de ser uno de los mejores de su ramo.

“Abrimos el cuerpo –narra el médico– y descubrimos hemorragias por todos lados. La bala había destruido todo a su paso. Entró cerca del tronco de la garganta y se alojó abajo casi por la cintura”, detalla.

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En el quirófano los médicos se volvían a ver unos a otros, con unas mangueras evacuaban la sangre, tapaban a un lado, quitaban la sangre y descubrían otro órgano dañado, según un video filmado en la sala de operaciones.

Durante las tres horas que duró la operación el corazón de Alvarito Conrado se paralizó dos veces y dos veces fue echado a andar de nuevo. A la tercera no se pudo. En el video se puede ver cómo una maquina registra que el corazón ya no late y que el pulso se ha detenido.

–Ya declarémoslo doctor –se escucha una voz.

Es decir que al “declararlo” se aceptaba que estaba muerto. Posteriormente, se observa que Salinas toca algo que parece ser el corazón y una seña es la orden de que ya no hay nada que hacer, el médico sale de la sala, el resto del personal se quedan preparando el cuerpo y él se va a llenar, con los ojos llorosos, el expediente médico de Conrado.

Esa mañana Alvarito había ido a llevarle agua a los estudiantes que protestaban contra el gobierno y fue víctima de una bala de grueso calibre. Fue el primer adolescente muerto de los casi 400 nicaragüenses registrados que perdieron la vida en el contexto de las protestas.

Durante 15 meses insistimos con el doctor Salinas para que nos diera su versión para esta historia y ante decenas de solicitudes a su móvil se negó siempre. También se negaron hablar las autoridades del Hospital Bautista.

La plática de un día antes

–¿Qué pensas de las reformas al seguro? –le preguntó Conrado a su padre el 19 de abril de 2018 en la noche cuando su progenitor llegó de trabajar y se pusieron a platicar sobre qué habían hecho durante el día y a ver noticias y videos de las protestas en las redes sociales.

–Es una injusticia que le quiten a los viejitos el 5 por ciento de su pensión –respondió Álvaro Conrado padre.

–Hay que ir a protestar –dijo el adolescente.

–No tenés edad para andar en eso –respondió el padre–. Y fin de la discusión.

Al día siguiente, Álvaro Conrado padre se levantó temprano y se fue a su trabajo como informático en la Alcaldía de Managua. Su hijo quedó en la casa. Ese día se habían suspendido las clases en el Instituto Loyola por las protestas que se había inciado en Managua, también se suspendían las clases de guitarra y los entrenamientos de atletismo.

“A mí me sorprendió que ese día a pesar que no tenía nada que hacer se levantó temprano”, dijo su abuela Luz Marina Orozco. “Yo le pregunté si iba a desayunar y me dijo que sí, que le hiciera dos huevos”, narra.

“Se bañó, desayunó, agarro su mochila y salió sin decir adónde iba”, agrega su abuela. Fue la última vez que lo vio con vida.

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Su padre cuenta que Alvarito se fue con dos amigos de su barrio, el Monseñor Lezcano, a las protestas. Pasó comprando dos botellas de agua en una gasolinera para llevarle a los estudiantes y llegó a la UNI.

En el costado norte de la UNI, está el Estadio Nacional de Béisbol Denis Martínez, construido con financiamiento de Taiwán. Ahí dentro de la universidad hay un predio abierto como de 5 manzanas de tierra. Ese era el punto más difícil para defender de los estudiantes. Los gases lacrimógenos hacían efectos y provocaban sensación de ahogo en los estudiantes que estaban en los primeros lugares de las trincheras con las piedras y morteros, casi actuando como kamikazes.

Cada que los lacrimógenos hacían estragos en los estudiantes, la Policía y los parapolicías avanzaban varios metros. Los efectos del gas se mitigan con bicarbonato y agua, pero había que llegar a los primeros lugares de las trincheras con los dos productos. Ahí entra en escena Alvarito Conrado.

Alvarito era flaco, liviano y rápido corriendo por años de entrenamiento en el equipo de atletismo del Loyola. Cuenta su otrora entrenador que entre los colegios jesuitas de Nicaragua no había nadie en su categoría que le pusiera un pie adelante.

La noticia fatal

Álvaro Conrado padre estaba como un León enjaulado en un pasillo del Hospital Bautista. Caminaba de un lado a otro, para acá, para allá, da la vuelta, da otra… De repente un hombre delgado, bigote grueso, como de su misma edad, 50 y algo de años, se le acerca.

–¿Usted es el padre del adolescente herido? –le pregunta poniéndole una mano en el hombro derecho.

–Sí, sí ¿cómo está él?

El hombre vestido de blanco con los ojos llorosos le suelta aquellas palabras que Conrado nunca olvidará: “Yo fui el médico encargado de operar a su hijo hice todo lo que estuvo a mi alcance para salvarlo pero no pude”, quien hablaba era el doctor Salinas.

Un abrazo fuerte y los dos a llorar.

Más tarde recordarían cuando ambos coincidieron en una base militar durante el Servicio Militar en los ochentas.

Por el crimen de Alvarito Conrado no hay nadie ni investigado, juzgado ni preso.

“Yo culpo de la impunidad al gobierno. La Fiscalía me llamó a mí y me dijo que le suministrara las pruebas”, dice Conrado.

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