El coronavirus se nutre de la arrogancia y la estupidez»
Alfonso Rosales
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Como muchos, yo también le había perdido el respeto al coronavirus, estaba al borde del cansancio por tanta restricción, pero él sigue ahí, agazapado a la espera de su próximo hospedero.
Una constante espera, angustiosa e incómoda, en la más profunda soledad. Con un sentimiento de inadecuada culpabilidad, que sumado a los síntomas per se de la Covid-19, succionan la poca energía disponible para vivir el día a día de la enfermedad. Días buenos y días malos, días de miedo se intercambian con días de esperanza. A veces es mejor no saber, dicen; y de repente tengan razón.
Mis síntomas comenzaron luego de un viaje por tierra, largo, para patrones centroamericanos. Un viaje a la ciudad de Liberia, en la provincia de Guanacaste, a pocos kilómetros de la frontera entre Costa Rica y Nicaragua. A eso atribuí el cansancio particular, con el que amanecí al día siguiente.
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Pero a medida que pasaba el día fui percibiendo que el cansancio, mejor definido como fatiga extrema, se acompañaba de una sensación de calor extraña. Un fuego interno, que provocaba miedo. Un fuego interno, evidencia de la replicación del virus dentro de mis células. Fue mi primera sospecha, pero, aunque mi corazón lo gritaba, mi cerebro lo negaba.
¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Imposible! La medicina es un arte y una ciencia. A veces el arte de la intuición se impone en nuestra profesión. Un nuevo día llegó y la esperanza cerebral se fundió. La fatiga se profundizo, las temperaturas anormales continuaron y a esto una diarrea copiosa, de insinuación infecciosa se instaló. Una luz apareció en el horizonte. ¡Eso es! Pensé, una enterocolitis infecciosa, probablemente causada por algo ingerido fuera de casa, durante el viaje. Un régimen rápido de “cipro” y en dos o tres días como nuevo.
Me negaba a aceptarlo
Pero pasaron los días y el cansancio persistió, también la temperatura, agregándose una tos seca y áspera ocasional, y el dolor de cabeza...ese dolor sordo, agudo y molesto que nunca te abandona. Me acostaba y me levantaba con él. Al principio cedía con el ibuprofeno.
El cielo se cerró completamente. Cerebro y corazón cerraron frentes, anunciando un caso del libro de Covid-19. ¿Y ahora qué? Mi perfil biomédico se alinea perfectamente con el 75 por ciento de aquellos que, afectados por el coronavirus, terminan en el hospital.
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"Conocía perfectamente mi riesgo personal de terminar en el hospital y probablemente intubado. Pero el sentido de peligro, ante una amenaza constante y de largo plazo, se diluye con el tiempo, acomodándose tu percepción del peligro y disminuyendo tus niveles de alerta. Nos habituamos a la presencia constante del agresor y bajamos la guardia".
Alfonso Rosales, médico epidemiólogo
Hoy es mi noveno día de enfermedad. Durante los tres días anteriores la temperatura corporal se había mantenido por debajo de 37 grados centígrados. Que felicidad pensé, lo peor ya paso. Pero con esta enfermedad nunca se sabe, y ese es mi temor.
El temor a la enfermedad
Estoy en la segunda semana de convalecencia y cualquier cosa puede suceder. De un momento a otro mi saturación de oxígeno en sangre podría estar por debajo de 90 y no habría más remedio que hospitalizarme.
Nunca me gustaron los hospitales. Siempre he pensado que esa es la principal razón por la que me dedique a la salud pública. Después de tres días de encontrarme afebril, amanecí con 38.5 grados centígrados. De regreso a la línea de salida; al cansancio, dolor de cabeza, y malestar general. De regreso a seguir esperando la tal ansiada mejoría.
Aun y con todo, decidí sostener la clase de la maestría en epidemiologia que imparto en línea a colegas médicos/as y enfermero/as en la Universidad Evangélica de El Salvador. Por dos horas, me olvidé de la Covid y me sentí menos solo. Los colegas nunca lo supieron. Ha sido un día lluvioso aquí en San José. De esos días de quedarse en cama leyendo o viendo televisión. Un día más, un día menos.
Cansado de las restricciones
Una luz al final del túnel, he llegado al undécimo día de mi enfermedad, con más de 24 horas sin fiebre y una franca mejoría de mis niveles de energía y demás síntomas. De acuerdo con las recomendaciones del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC por su sigla en inglés), es seguro para mí y otros que deje la hibernación.
Uno de mis hijos me dijo: “ojalá la visita al barbero haya valido la pena”; un mensaje claro, aunque irónico, a la franca negligencia incurrida. Yo también le había perdido el respeto al virus, yo también estaba al borde del cansancio por tanta restricción. Como un oso hibernando, esperando parir nueva energía, nueva luz, agazapado, el coronavirus espera a su próximo hospedero.
El oso pardo, agazapado en la oscuridad, estaba esperando. Y a la primera oportunidad lanzo su zarpazo. Y aquí estoy contando el cuento para que otros aprendan de mi estupidez y arrogancia.
*El autor es médico epidemiólogo, salvadoreño radicado en Estados Unidos
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